Las revoluciones industriales siempre han transformado las estructuras económicas y sociales.1 Cambiaron las formas de la vida humana. No es trivial. Las generaciones que las vivieron acaso no tuvieron una acabada consciencia colectiva de la magnitud real de los cambios que iban aconteciendo en los estilos de las relaciones humanas, en los modos de percibir el mundo, en las bases de las instituciones sociales.
Intentaré poner sobre la mesa algunas hipótesis de trabajo provocadoras, con la mirada global de una cierta cultura de la cuarta revolución industrial. Puesto que asoma ya una abogacía diferente, cuyo porvenir promete nuevas incumbencias profesionales.
Hacia el año 2016, en el Foro Económico Mundial (World Economic Forum), Klaus Schwab, su fundador, afirmó que estamos en el amanecer de una cuarta revolución industrial, también denominada Industria 4.0 en el 2011 en la feria alemana de Hannover.2 Si estamos experimentando una cuarta revolución industrial, como lo creo, no sólo es válida sino imperiosa esta pregunta ¿Nuestra generación, en términos globales, tiene un conocimiento responsable de las consecuencias de las transformaciones que vivimos ahora? No me atrevería a dar una respuesta; no lo podría hacer. En todo caso, sí me atrevo modestamente a proponer una reflexión con el perfil de ciertos temas críticos.
Resulta elemental advertir que la cuarta revolución industrial desencadena ventajas y peligros. Pero ¿Cuáles son? Para responder a ello tengamos en cuenta algunas de las varias características disruptivas que podrían indicarse para definir la cuarta revolución industrial, donde destaco éstas: la Inteligencia Artificial (IA), la hiperconexión a Internet, la masiva digitalización, el Blockchain, los dispositivos digitales portátiles, cuya permanente innovación tecnológica sencillamente revolucionan la información y la comunicación (TiC). Sus usos y aplicaciones conmueven a casi todos los campos de las actividades humanas. En general, constituyen mejoras apreciables.
La advertencia sobre los riesgos no peca de ingenua; debemos reflexionar. Se piensa –y entiendo que se piensa bien- que deben evadirse posiciones radicalizadas sobre el avance tecnológico. Los cambios a los que nos vemos interpelados por la cuarta revolución industrial no tienen por qué ser vistos desde lugares irreconciliablemente antagónicos. Es equivocada una postura de cándida confianza, pero también la de una necia desconfianza. Es más sensato preocuparse por una correcta identificación, por un lado de los riesgos, para someterlos a análisis multidisciplinarios serios, y por otro de las ventajas, para afianzar y promover los efectos que hagan honor a las cláusulas constitucionales del progreso y desarrollo humano (incs. 18 y 19 del art. 75 CN), capitales para la mejor experiencia de la vida personal en el mundo.
Identificar idóneamente los riesgos y ventajas no es nada simple. Exige condiciones epistémicas excesivamente arduas y extensas de investigación que sobrepasan los bordes que convienen a estas páginas.
Consciente de ello, voy a proceder aquí con un método que me permitirá seleccionar algunos temas donde los progresos tecnológicos ofrecen hipótesis de trabajo a mi parecer acuciantes en la cuarta revolución industrial, con el objeto de dedicarles un somero análisis. En efecto, tomaré en cuenta como factores determinantes la ética y el derecho, para que con ellos se alcance a discernir con mayor facilidad algunas ventajas o riesgos del impacto disruptivo de las nuevas tecnologías. Esto es, miraré el costado ético y jurídico abrazado por la irrupción de las nuevas tecnologías, a veces dramática para las incumbencias profesionales de los operadores del derecho.
Desde ya, parece claro que la ética y el derecho funcionan como límites para la tecnología y la ciencia. Los desarrollos tecnológicos y de la ciencia parecen no hallar otras fronteras. Es frecuente en muchos desarrollos científicos no ya el surgimiento de dilemas técnicos, sino morales y de regulaciones jurídicas que se levantan como muros externos al conocimiento inherente a las prácticas científicas. La reflexión, en esos casos, se traslada hacia la disputa de los valores e intereses reinantes en las estructuras sociales, hacia la fijación de prioridades y hacia la definición de cómo y para qué emplear esos grandiosos adelantos científicos y tecnológicos. Dicha disputa pone en entredicho, cuanto menos, el común argumento que predica la neutralidad de los adelantos tecnológicos (technological neutrality). Esto, de fácil comprobación en algunos temas, como la biogenética, está latente en muchos otros, como la privacidad humana.
A partir de allí, me atrevo a concluir que el uso de nuevas tecnologías carece de neutralidad. Su implementación puede responder a propósitos no siempre inofensivos, como lo demuestran las armas biológicas o químicas. Y, más sutil, pero no menos alarmante, es que pueden –mal- utilizarse para la generación de relaciones de poder. Si por poder entendemos lo que el sociólogo español Manuel Castells ha dicho que es:1 “…la capacidad relacional que permite a un actor social influir de forma asimétrica en las decisiones de otros actores sociales de modo que favorezcan la voluntad, los intereses y los valores del actor que tiene el poder”, es claro que hay un alto riesgo de perversión en el empleo sesgado de la tecnología y el conocimiento científico.
A los operadores del derecho, es decir a los que trabajamos diariamente con el anhelo de evitar y solucionar conflictos humanos -al calor de la ardua palabra justicia-, no pueden resultarnos ajenos los progresos tecnológicos disruptivos. Impactan de frente con nuestras incumbencias profesionales.
Aquí hay bastante complejidad. Muchos son los intereses que hacen a la puja de poder en las estructuras e instituciones sociales. Ciertos actores sociales podrían dominar un escenario determinado para escoger y fomentar sin criterios objetivos el uso de algunas nuevas tecnologías, con fines social o democráticamente sensibles. Esta comprobación no debe llevarnos a oponernos a las innovaciones tecnológicas y los descubrimientos científicos. Pero ¿Cuál sería, entonces, una posición óptima frente a las nuevas tecnologías disruptivas?
No todos –como no podría ser de otra manera en materia ética- están de acuerdo acerca de cuándo es mal utilizada una nueva tecnología. Aparecen matices y ambigüedades. Dicha complejidad es transversal, en la medida que concierne a muchísimas áreas sistemáticas de los quehaceres cotidianos.
Con lo dicho, escogeré ciertos temas tópicos con algunas interconexiones argumentales que resultan acordes al propósito aquí trazado: a) la ingeniería genética; b) el cuerpo humano y la autonomía personal; c) el derecho a la privacidad, y d) el proceso judicial digital, con perspectivas de la Inteligencia Artificial.
Empecemos con la ingeniería genética, para ubicarnos empíricamente. Los adelantos en dicha materia han alcanzado un nivel tan extraordinario que hoy parece posible el diseño (digamos así) de seres humanos inmunes a ciertas enfermedades y con rasgos fisiológicos calculados mediante la información genética previamente manipulada. Obvia, pero no tanto, es esta pregunta ¿Desde la medicina y el derecho debe aceptarse ética y jurídicamente ese avance fenomenal tecnocientífico? Los senderos que abren las respuestas llevan a lugares inquietantes. Algunos creen que es mejor dejar esas perplejidades a las regulaciones o desregulaciones propias de las políticas legislativas. Otros, sin negar lo anterior, se conforman con tomar decisiones a partir de las normas jurídicas ya existentes. Los problemas y desafíos a veces no tienen una solución cabal en ninguna de esas alternativas.
Sin ir muy lejos, la manipulación de genes no sólo es una realidad espectacular en materia de salud humana, sino una realidad examinada por el derecho privado argentino actual. El Código Civil y Comercial (en adelante CCyC), vigente desde el 2015, incorpora, entre otras categorías que transforman los paradigmas clásicos del derecho de familia, la “voluntad procreacional” en los arts. 560 a 564, cuyo significado se adentra en las técnicas de reproducción humana asistida que despiertan en la jurisprudencia del país diferentes reacciones. Y conectado lateralmente a ello el CCyC prohíbe (sin que acaso sean advertidas todavía sus profundas implicancias) el problema de la ingeniería genética aplicada a la persona humana en el art. 57: “Prácticas prohibidas. Está prohibida toda práctica destinada a producir una alteración genética del embrión que se transmita a su descendencia”.
La perplejidad es tal que hasta en los fundamentos que acompañaron al anteproyecto del CCyC proporcionados por la conocida comisión que tuvo a cargo su redacción se dice: “están prohibidas las prácticas destinadas a alterar la constitución genética de la descendencia, excepto las que tiendan a prevenir enfermedades genéticas o la predisposición a ellas…”. Se afirma ello porque en la redacción original del art. 57 se preveía esa última posibilidad. Texto que fue suprimido en su momento a instancias de grupos de interés importantes que influyeron, como en el art. 19, en el ámbito del Poder Legislativo nacional, quedando a la postre el texto del art. 57 tal como fue transcripto en el párrafo antecedente, fulminándose con ilicitud dicha posible manipulación genética. Sin embargo, hay demasiadas incógnitas más allá de posturas ideológicas o religiosas.
Si ponemos atención sólo en la posibilidad terapéutica de prevenir enfermedades hereditarias con intervenciones génicas seguras previas en gametos o en los estados embrionarios permitidos por las técnicas de reproducción humana asistida para la posterior gestación en el seno materno (cfr. art. 19 CCyC), la cuestión toma una dimensión muy problemática.
En efecto, admitamos simplemente el reconocimiento constitucional del derecho a la vida, para simplificar el argumento y no caer en la difícil discusión acerca de su existencia o alcances en relación a la interrupción voluntaria del embarazo no punible en los términos de la ley 27.610. Dejemos a salvo, también, otras incontables complejidades que trae consigo esta cuestión. Con este contexto teórico particular, voy a abstraer una hipótesis nada original que facilita un análisis acorde a los márgenes de este trabajo. Hacia finales del siglo XX Jeremy Rifkin,1 ya pensaba desde un ángulo sociológico los dilemas incómodos sobre la posibilidad de programación genética para conjurar enfermedades de los hijos. Si el progreso tecnológico y médico científico potenciado ahora con la Inteligencia Artificial (IA) y la digitalización permiten la secuenciación rápida del genoma humano, todo indica que es posible diagnosticar la predisposición a una grave enfermedad genética cuyo padecimiento llenará la vida de la persona con certeros sufrimientos y privaciones ¿Por qué no realizar, de ser factible, una intervención génica para evitarlo? Parece abierta esa posibilidad con el método de edición genética CRISPR/Cas9, cuyo desarrollo hiciera que galardonaran con el premio Nobel de química en el 2020 a Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna.
Aceptada la voluntad procreacional (art. 562) para acudir a las técnicas de reproducción humana asistida, en el sentido que interpretó la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el art. 4 de la Convención Americana de Derechos Humanos (con jerarquía constitucional en nuestro país art. 75 inc. 22 CN) en el caso “Artavia Murillo vs Costa Rica” (Serie No. 257), bien podría hacerse la intervención genética en el estado embrionario. La posterior gestación en el seno materno de esa persona por nacer ya no contaría con esa predisposición hereditaria remediada con una práctica génica segura ¿Hasta dónde llega el sentido de las objeciones morales o jurídicas para condenar esa alteración genética que evitaría esa grave enfermedad en una persona por nacer? O visto de otro modo ¿Cuál sería la responsabilidad parental si los padres no hacen nada, pudiendo hacer algo para impedir el riesgo de un destino de sufrimiento? Una discusión seria y robusta, desde una perspectiva ética y jurídica, sin hipocresías, sin eufemismos, no puede evadir pensar en un derecho a la vida, sí, pero en un derecho a la vida en las mejores condiciones posibles, en cuanto esto último pueda decidirse empíricamente. No es frívolo eso.
Los adelantos científico-tecnológicos disruptivos tienen efectos múltiples y no van a detenerse. Si pueden servir para mejorar la experiencia de vida personal en el mundo de algunas personas, por qué trabarlo desde el campo legal y ético, sin antes discutir madura y científicamente sobre las virtudes y los riesgos. Por supuesto que no es lo mismo la preocupación por evitar una enfermedad hereditaria monogénica, que editar los perfiles genéticos de una persona humana conforme a ciertos gustos de los progenitores o de algunos grupos étnicos con propósitos eugenésicos. Hay factores diferenciales en los objetivos determinantes del uso de las nuevas tecnologías disruptivas que modifican los términos de una discusión ética y jurídica, no siempre bien comprendidos por la dificultad que entrañan. Sin embargo, si se salvaran las objeciones morales, subsistiría todavía el debate sobre las incertidumbres científicas que las nuevas tecnologías disruptivas muestran con un horizonte de alarmantes consecuencias remotas.
Tenemos ya una holgada experiencia en el derecho de situaciones paradojales. Digo paradojales, porque la dimensión axiológica del derecho que acá enfrentamos nos propone no pocas veces conflictos contraintuitivos, como sucede con los bordes del derecho a la vida, a la salud y a la autonomía individual, casi nunca entendidos ni ejercidos de modo unívoco. Pensemos en el libre consumo de cigarrillos. Los fumadores no pueden ignorar a esta altura que perjudican su salud en los términos de la ley 26.687, pero lo hacen en el perímetro constitucionalmente reconocido de su autonomía personal. O en los casos de oposición a las transfusiones de sangre de “testigos de Jehová” (cfr. CSJN, Fallos: 335:779) o las objeciones de conciencia del personal sanitario para realizar ciertas prácticas médicas.
En el CCyC se ensanchan los espacios de la autonomía individual. El consentimiento libre e informado de la persona humana aparece regulado, sobre todo, como un vehículo crucial e inviolable de la propia autodeterminación en cuestiones fundamentales de la vida personal, de la salud y del cuerpo humano. Se sigue una tendencia de apertura a zonas vidriosas de disposición de derechos personalísimos, como muestran los arts. 58 a 60 para ciertos actos jurídicos relevantes en investigaciones científicas sobre salud humana. Se admite una categoría de “bienes protegidos” –como el ambiente y el cuerpo humano- diferentes a los clásicos “bienes patrimoniales”. Quién podría controvertir que el cuerpo humano es aposento físico de la propia vida y de la autodeterminación personal. El art. 17 del CCyC no le reconoce un valor comercial; pero sí otra clase de valores: afectivos, sociales, terapéuticos, científicos. Y estos son disponibles según la propia autodeterminación individual. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, antes del CCyC, así había interpretado el art. 19 de la CN, marcando un perfil esencial de la autonomía personal comprensivo de las disposiciones lícitas sobre el propio cuerpo: “…el art. 19 concede a todos los hombres una prorrogativa según la cual pueden disponer de sus actos, de su obrar, de su propio cuerpo, de su propia vida, de cuanto les es propio (…) En el caso, se trata del señorío a su propio cuerpo y en consecuencia, de un bien reconocido como de su pertenencia, garantizado por la declaración que contiene el art. 19…”, (CSJN, Fallos: 316:479).
Al carecer el cuerpo de un valor comercial (art. 17), no podría ser en sí mismo objeto de los contratos (cfr. art. 1004 última parte), quedando excluido del régimen de los actos jurídicos dispositivos del derecho privado patrimonial. No obstante, algunas partes del cuerpo humano, una vez separadas de él, como el cabello, sin ocasionar una afectación permanente a la integridad del cuerpo (art. 56), podrían constituir el bien objeto de un contrato.1 Cuando quedare comprometida contractualmente una obligación de hacer (art. 773 y ss.), cuyo objeto (el plan prestacional) sea una actividad que represente un peligro para la salud, proceden en dicho caso las exigencias preventivas del art. 54.
No es sencillo en ciertos casos excepcionalísimos encontrar límites demarcatorios precisos para las disposiciones lícitas sobre el cuerpo humano en el marco del derecho de la familia y de la persona humana. Las fronteras lícitas de disposición sobre el propio cuerpo, aun en los bordes de los valores no económicos reconocidos legalmente (art. 17), no están exentas de complicaciones, como lo revelan supuestos muy problemáticos, precisamente los avances tecnológicos sobre los genes o las células madre.
Las reflexiones precedentes dejan al descubierto algunas intensas dimensiones de la autonomía individual. Ello me facilita meditar un poco sobre el sentido actual del derecho a la privacidad en esta cuarta revolución industrial que, como se abordó al comienzo, atravesamos ahora. La incesante y universal conexión a Internet parece definir uno de los fenómenos más característicos de la cuarta revolución industrial. Realidad vertiginosa donde cualquier persona, en cualquier parte del mundo y en todo momento, puede gestionar, almacenar, generar y acceder a volúmenes inmensos de información de todo tipo en tiempo real: visual, auditiva, escrita. No parece exagerado arriesgar que los dispositivos digitales portátiles, cuya progresiva tecnología es capaz de un procesamiento de datos simplemente espectacular, acaparan gran parte de la más lúcida atención humana de millares de personas durante casi todo el día. Quizá no encontremos buenos argumentos para refutar que el uso de los teléfonos inteligentes –smartphones– se ha vuelto a esta altura un compromiso indispensable para el desempeño “normal” de nuestra vida cotidiana. Normal, por supuesto, dentro de los márgenes culturales que está trazando esta cuarta revolución industrial.
Se han abierto posibilidades insospechadas de acceso al conocimiento y la comunicación. Pero al mismo tiempo ocurren cosas inquietantes, a veces no tan evidentes. Es posible percibir una tendencia, como jamás ha sucedido antes en el decurso de la humanidad, hacia la desaparición de la privacidad. De ser así, representa un hecho de superlativa gravedad, en la medida que redimensiona el perímetro de la autonomía individual. Parecieran difuminarse los límites inviolables de la autonomía personal que supo conquistar la historia con el Estado de Derecho Constitucional. De nuevo, entra en juego el magistral art. 19 de la Constitución Nacional para quienes pretendamos pensar, sin conformarnos con que las cosas sencillamente ocurran. O peor aún, que ocurran por la voluntad de factores de poder operantes por fuera de los carriles constitucionales.
Imposible ahondar aquí en el sentido antropológico de la privacidad humana, componente de la dignidad inherente a la libre autodeterminación personal. En todo caso, baste con reafirmar que la CSJN ha perfilado, desde “Basterrica” (Fallos: 308:1392), la autonomía en términos que cualquier “…persona goza del derecho de ser dejada a solas por el Estado (…) para asegurar la determinación autónoma de su conciencia cuando toma las decisiones requeridas para la formación de su plan de vida en todas las dimensiones fundamentales…”. Contornos de una privacidad fundamental que a veces abraza la autodeterminación de proyectos vitales conjuntos, cuya protección refiere a un núcleo familiar concreto (CSJN, Fallos: 335:888).
Creo evidente que el derecho de toda persona a ser dejada a solas, esto es la libertad cardinal de cualquier ser humano a recluirse en una consciente soledad, ha dejado de ser lo que era con la irrupción de las tecnologías digitales de la información y la comunicación, combinadas con una incesante hiperconexión a internet. El desafío de tomarse en serio la posibilidad de estar solos sin ser auditados en la red, desde una mirada jurídica y ética, me parece impostergable. Aunque ello parezca ingenuo, no lo es. Repercute en una básica capacidad antropológica de autodeterminación de la propia vida (art. 19 CN). No me equivoco, quizá, al afirmar que la sociedad de la información en red en la que de alguna manera estamos atrapados, y con demasiada frecuencia bajo el imperio de algoritmos, transmite un vértigo inquietante. No sólo por el sentimiento de una vigilancia despiadada, sino por el interminable frenesí de todo lo que ocurre en la red en tiempo real. La actividad frenética que domina internet en todas sus formas, en plataformas o redes sociales, puede arrebatar el sosiego, paralizando la facultad de tomar decisiones autónomas. Si esta situación puede conmover los cimientos anímicos y cognoscitivos de cualquier persona adulta, haciéndola sujeto vulnerable, cuán peor es para la vulnerabilidad inherente de los niños, niñas y adolescentes, cuya fuerte protección jurídica abre hondas incógnitas sobre responsabilidades morales y jurídicas.
No es mi propósito reprochar el uso tecnológico de internet. Sería absurdo. Sobreabunda la complejidad para siquiera poder encarar ahora un análisis sensato. Solo quiero, desde el derecho a la privacidad y la autonomía personal, movilizar la atención hacia aquellos costados opacos más o menos innegables de la hiperconexión permanente a internet.
Pensemos en otro fenómeno común. En el implícito y ambiguo escrutinio colectivo ejercitado en redes sociales con los “clicks” de “me gusta”. No es eso tan inofensivo como pareciera a simple vista.1 Representa una práctica que, cuando menos, simplifica algunas opiniones o situaciones, reproduce estereotipos de personas, superficiales o no, reduciendo todo a un falso callejón sin salida de todo o nada: me gusta o simplemente te ignoro. Se piensa y creo que, con razón, internet hace sentir a los usuarios una ilusoria sensación de libertad de expresión.2 Otro debate difícil. Cualquier discusión emergente en red puede fácilmente volverse caótica y alejarse de razonamientos –digamos así- válidos, donde en realidad nadie escucha a nadie, abriendo paso no a opiniones peor o mejor fundadas, sino a cataratas de odio e intolerancia ¿Es eso libertad de expresión constitucionalmente protegida? En cualquier caso, me arriesgo a decir que las discusiones así desplegadas no son tan absurdas como –permítase la descortesía- más bien estúpidas. Si al final del día siempre se impusieran los troles y los “odiadores” (haters) en internet ¿Quién será capaz de debatir algo de verdad y con autonomía en la red?
La incidencia de los algoritmos tampoco es algo menor.3 Sus funcionamientos sistemáticos en la red precisan datos para echar a andar sus mecanismos lógicos. Pero ¿Qué clase de datos? ¿Quién y cómo se los recolecta y para qué? La CSJN (Fallos: 345:482, caso “Denegri”, divulgado como “derecho al olvido”, consid. 23), reconoció de modo lateral que los algoritmos y la IA incorporan incógnitas sobre el sentido constitucional de varios derechos fundamentales y sobre cómo suceden los debates públicos; y luego deslizó: “…la necesidad de asumir hacia el futuro la problemática de ciertos aspectos del funcionamiento de los algoritmos de los que se sirven los motores de búsqueda, para que resulten más entendibles y transparentes para los usuarios…”.
Como sea, no creo equivocado decir que si los algoritmos se diseñan a través de softwares de inteligencia artificial (IA) desarrollados bajo ciertos parámetros de información, funcionan como una suerte de mirada sobre algún aspecto del mundo o de la vida, cuyos resultados habrán de amoldarse a dicha mirada. Ya no se ignora que “amazon”, “netflix”, “google” o muchas redes sociales, emplean algoritmos que identifican los gustos o valores de los usuarios, perfilando resultados acordes a ellos.
Uno de los problemas es que se ha descubierto que dichos algoritmos ocultos van agrupando a los usuarios con los mismos valores y tendencias, radicalizándolos, al dejar de oír otras voces. Ha ello se ha llamado “espiral del silencio”,1 precisamente porque tiende a suprimir la habilidad de hacer reflexiones con una mayor agudeza, propia de una dialéctica inteligente. Desde luego, nada en materia de inteligencia artificial es tan simple. Los adelantos en IA han permitido comprobar a los expertos2 que los algoritmos que alimentan la inteligencia artificial (IA) pueden articularse a través de desarrollos sofisticados susceptibles de dar lugar a la continua adaptabilidad del sistema, con la posibilidad de producir resultados y acciones (inteligentes) impredecibles.
Internet aparece como un universo de contradicciones. Aplicaciones como “yuotube” o “whatsapp” dejan ver muchas veces deshonestidades intelectuales e insinceridades en el trato como quizá nunca se ha visto antes. Podemos encontrar en internet los más nobles y motivadores gestos humanos y a la vez impresionantes comportamientos psicopáticos de algunas personas que tal vez no los harían en otras circunstancias fuera de la red. Es como un escenario de la desnuda condición humana. Pero, si es así, opino que no debiéramos condescender a que se escenifique lo peor de los seres humanos. En los Estados Unidos, y no sólo ahí, algunos ya se han dado cuenta de ello a partir de los sucedido desde 2016, al comprobar que hubieron intercambios enormes de banalidades que ocupaban con fervor la atención de muchísimos norteamericanos usuarios de redes sociales, donde proliferaron –y acaso proliferan aún- los fanatismos ideológicos o las distracciones en trivialidades, promovidos por troles para generar una incertidumbre demoledora de la democracia constitucional.3 Tengo para mí que la necesidad de pensar a través de un espacio moral de soledad, al margen de la red, es crucial para una real autonomía personal, ajena a las observaciones del auditorio virtual existente en una perpetua hiperconexión a internet. Esa sensación de vigilancia en todo momento propende, me parece, a devorar o por lo menos a debilitar los perímetros de una autodeterminación personal. Si se supone que cada uno de nosotros somos artífices de nuestra identidad, mucho de lo recién tratado conspira contra esa hermosa aventura individual y autónoma de poder proyectar al menos en parte nuestro destino. Donde la libertad y la privacidad juegan un papel (art. 19 CN) fundamental.
Una de las innovaciones más sonadas en la abogacía, precipitada en buena medida por las conocidas circunstancias de la pandemia de coronavirus, es la realización de actos procesales con tecnología digital o electrónica. Tuvo una incidencia decisiva la posibilidad de canalizar actos procesales con nuevas tecnologías disponibles, sustitutivas de los antiguos medios históricamente usados: el papel, la firma ológrafa y la presencialidad. Al quedar atrás el papel y la presencialidad, los soportes digitales combinados con la conexión a internet atesoran una relevancia superlativa para la ejecución de actos procesales de la máxima trascendencia en juicio.
Pero esa, sin embargo, tal vez no sea la mejor ni la mayor ventaja de las nuevas tecnologías de la información y comunicación. Un mero cambio del papel por un soporte digital y electrónico no significa demasiado en el plano de los paradigmas procesales, pero supone, sí, una buena noticia para el desarrollo sustentable en materia ambiental (art. 41 CN, Declaración de Río de 1992 y ley 25.675). Una verdadera rotación paradigmática no viene de una mera sustitución de medios técnicos para hacer lo mismo de antes, de siempre. Quienes ya vienen pensando de un tiempo a esta parte en el proceso digital y los expedientes electrónicos no discuten eso. Más bien lo destacan como un posible despropósito. Hay muy buenas razones para asegurar que, si se pretendieran seguir haciendo más o menos los mismos trámites que se hacían en el expediente de papel, sólo que con soporte digital y con medios electrónicos, se tropezará con una necia reproducción de prácticas obsoletas, incoherentes e inadecuadas paras las nuevas tecnologías que requieren un nuevo programa institucional de gestión judicial del proceso.1 Un rediseño institucional en la administración de justicia no es, desde luego, sencillo.
En cualquier caso, una auténtica mutación copernicana de las formas de enjuiciar está supeditada, cuanto menos, a la eficacia cualitativa y cuantitativa del proceso judicial. Si pensamos en la deslocalización que trae consigo la idea del proceso digital, se muestra nítida una metamorfosis en la manera de acceder a la justicia. Al suprimirse de manera total la anterior intermediación que suponía la necesidad física de presencia en los estrados judiciales, aparece una desacostumbrada forma de laborar. La digitalización del proceso propone un viraje hacia el dinamismo de la gestión de información en tiempo real, con mayor protagonismo de las partes involucradas en el pleito. Ello debería ir acompañado de trámites formales más expeditos, consecuentes con la posibilidad de evaluación del proceso en un entorno digital desde cualquier lugar y en todo momento, donde se hace imprescindible una buena conexión a internet y profundizar la ciberseguridad.
La magnitud de una transformación debería calcularse con el trazo de un progreso en las prácticas procesales con la mira puesta en una más óptima decisión judicial. Alguien podría observar -con suficiente razón- que en realidad la innovación tecnológica debería abocarse sobre todo a hacer menos dramático el acceso a la jurisdicción de los justiciables, en definitiva, usuarios del servicio de justicia.2 Quizá haya mucho de cierto en ello. Pero no es menos cierto el hecho de que la preocupación jurídica por cómo alcanzar óptimas decisiones judiciales repercute en la calidad de la administración de justicia dedicada a tomar en serio los intereses sustanciales de todas las personas humanas o jurídicas en una sociedad civilizada. Como sea, resulta algo incómodo reconocer que toda la abogacía, al interior y al exterior de los tribunales, se apega a ciertas prácticas que hacen gala de una ortodoxia burocrática de la cual no es difícil encontrar por todos lados ejemplos de resistencia a salir de ellas.
Uno de los problemas es que se ha descubierto que dichos algoritmos ocultos van agrupando a los usuarios con los mismos valores y tendencias, radicalizándolos, al dejar de oír otras voces. Ha ello se ha llamado “espiral del silencio”,1 precisamente porque tiende a suprimir la habilidad de hacer reflexiones con una mayor agudeza, propia de una dialéctica inteligente. Desde luego, nada en materia de inteligencia artificial es tan simple. Los adelantos en IA han permitido comprobar a los expertos2 que los algoritmos que alimentan la inteligencia artificial (IA) pueden articularse a través de desarrollos sofisticados susceptibles de dar lugar a la continua adaptabilidad del sistema, con la posibilidad de producir resultados y acciones (inteligentes) impredecibles.
Internet aparece como un universo de contradicciones. Aplicaciones como “yuotube” o “whatsapp” dejan ver muchas veces deshonestidades intelectuales e insinceridades en el trato como quizá nunca se ha visto antes. Podemos encontrar en internet los más nobles y motivadores gestos humanos y a la vez impresionantes comportamientos psicopáticos de algunas personas que tal vez no los harían en otras circunstancias fuera de la red. Es como un escenario de la desnuda condición humana. Pero, si es así, opino que no debiéramos condescender a que se escenifique lo peor de los seres humanos. En los Estados Unidos, y no sólo ahí, algunos ya se han dado cuenta de ello a partir de los sucedido desde 2016, al comprobar que hubieron intercambios enormes de banalidades que ocupaban con fervor la atención de muchísimos norteamericanos usuarios de redes sociales, donde proliferaron –y acaso proliferan aún- los fanatismos ideológicos o las distracciones en trivialidades, promovidos por troles para generar una incertidumbre demoledora de la democracia constitucional.3 Tengo para mí que la necesidad de pensar a través de un espacio moral de soledad, al margen de la red, es crucial para una real autonomía personal, ajena a las observaciones del auditorio virtual existente en una perpetua hiperconexión a internet. Esa sensación de vigilancia en todo momento propende, me parece, a devorar o por lo menos a debilitar los perímetros de una autodeterminación personal. Si se supone que cada uno de nosotros somos artífices de nuestra identidad, mucho de lo recién tratado conspira contra esa hermosa aventura individual y autónoma de poder proyectar al menos en parte nuestro destino. Donde la libertad y la privacidad juegan un papel (art. 19 CN) fundamental.